El estudio o análisis del diseño, estructura y contornos de toda disciplina jurídica, como es el Derecho Administrativo, resulta doblemente relevante: primero, por la utilidad que tiene en sí tal división disciplinaria para la mejor comprensión y enseñanza del Derecho; y segundo, por su evidente utilidad en la aplicación que del Derecho realizan los jueces cada día; a ello me he referido antes en este diario jurídico.
Con el objetivo de diseñar esta disciplina en Chile, y crear o formular teorías e instituciones y principios jurídicos propios, la doctrina nacional siempre ha tendido a recurrir a la doctrina extranjera —especialmente la europea—.
Ello parte de una explicación histórica: las bases de la organización administrativa aún vigente en Chile fueron gestadas a partir de las normas e instituciones impuestas en la época colonial española; luego, la influencia europea (en especial, francesa) sobre el continente latinoamericano fue decisiva. La ilustración francesa de fines del siglo XVIII inspiró en Latinoamérica la necesidad de crear una identidad propia, libre del yugo al que la sometían las monarquías europeas del antiguo régimen. Los diferentes movimientos revolucionarios de principios del siglo XIX consiguieron la Independencia en diversos sitios, formándose nuevos Estados y Naciones, con nuevos ideales y distintas realidades.
No obstante, siempre ha habido en Chile y en toda Latinoamérica una notoria deferencia respecto de la doctrina jurídica erudita del viejo continente. Esto es notorio y tradicionalmente los autores chilenos han venido poblando las páginas y notas de sus libros de múltiples citaciones a autores europeos: la admiración natural hacia éstos se explica por el notable grado de evolución de la disciplina en diversos países de Europa, frente al desarrollo más bien precario que existe en Chile y América Latina. Quizás el único país latinoamericano en que el Derecho Administrativo ha tenido una cultura doctrinaria más desarrollada es Argentina.
Así, casi no hay manual chileno de Derecho Administrativo en el que no aparezca alguna referencia a la doctrina de los más prestigiosos administrativistas o los iuspublicistas europeos: por ejemplo, a García de Enterría (véase su homenaje en este periódico), para casi todos los temas de la disciplina; o a Santi Romano para el concepto de ordenamiento jurídico; para la explicación del acto administrativo, ha sido frecuente la cita a Zanobini o a Mayer; a Laferrière para la conformación de las instituciones que configuran lo contencioso-administrativo; a la teorización de las instituciones de Hauriou; a la teorización del servicio público de Duguit o Jèzé; en fin, en los últimos tiempos, la defensa de la autonomía de la disciplina por medio de los postulados expuestos por Schmidt-Assmann.
Estas citas han tenido el objetivo de dar respaldo a los esfuerzos dedicados por la doctrina chilena a diseñar la disciplina. Conjugar la realidad jurídica nacional con el apoyo complementario en estas doctrinas extranjeras ha permitido un diseño más acabado y detallado de la disciplina; permitiendo reformularla y elaborar nuevos principios, teorías y postulados.
Sin embargo, es necesario que en nuestro país se desarrolle un Derecho Administrativo propio, sin perjuicio de estudiar las reflexiones y posturas foráneas; pero no cabe desviarse de una fecunda senda conducente al perfeccionamiento y elaboración de una doctrina de Derecho Administrativo propiamente chilena.
Para ello, por una parte, es necesario considerar la realidad nacional: observar aquellos elementos del entorno que tengan relevancia jurídica, tales como las formas de gobierno, estructuras administrativas y el modus operandi de éstas; sus condiciones socioeconómicas y culturales, entre otros parámetros empíricos que determinan el modelo de Estado. En definitiva, es el Factum: el cúmulo de hechos jurídicos con relevancia significativa que sirven de punto de partida para amoldar una determinada disciplina jurídica en cada país.
De ahí que los jueces, juristas y abogados chilenos —inclusive el propio legislador— al intentar aplicar en sus trabajos doctrinas extranjeras cabe que consideren muy a fondo si la determinada institución, definición, teoría o principio es perfectamente trasladable o no a la realidad jurídica que nos envuelve. Esto es una regla de oro en todo análisis de Derecho comparado, pues las realidades sociales e institucionales difieren de un país al otro; cabe ser cuidadosos al trasladar tendencias foráneas a nuestro ordenamiento jurídico, aplicando un tamiz y cerciorarse del efecto que pueda crear fruto de una aplicación a ciegas del derecho extranjero. Este fenómeno de transposición, si es exagerado, igualmente, puede llegar a amagar el desarrollo de teorías jurídicas propias.
Por otra parte, cabe observar las diferencias; pareciera que todos los sistemas jurídicos pueden ser comparados, pero es necesario considerar previamente todo aquello que marca diferencias básicas entre ellos. Para proceder adecuadamente a la aplicación de postulados doctrinarios extranjeros que permitan apoyar una teoría propia, o formular algún principio o crear alguna institución, será necesario extraer las características comunes —o como mínimo similares— que presentan los ordenamientos jurídicos entre los cuales se pretende transponer una doctrina determinada.
En fin, el estudio comparativo ha de ser completo: cabe analizar si se permite realmente aplicar la solución foránea ofrecida desde todas las fuentes del Derecho: la ley respectiva, el Factum o derecho vivido; la jurisprudencia y la doctrina; todo en conjunto. No basta citar o conocer un puro libro de doctrina, pues cabe familiarizarse con las demás fuentes del país con el cual se desea hacer “comparación”.
Sin la aplicación de un método que permita cerciorarse del correcto trasplante de la doctrina extranjera hacia el sistema jurídico nacional, no puede asegurarse que la solución adoptada sea la correcta o la adecuada ante cualquier problema jurídico que se plantee.
Si bien la asimilación de doctrinas foráneas ha posibilitado, en parte, la maduración de la doctrina chilena del Derecho Administrativo, en los últimos tiempos se ha hecho visible la necesidad de avanzar hacia su propia autonomía científica; y para ello esta disciplina debe construirse sobre al menos dos bases: primero, apegada a sus propias tradiciones doctrinarias; y, segundo reforzando su método propio; este método, solo puede reflejar resultados si un núcleo doctrinario sólido acucia su mirada a las fuentes del Derecho Administrativo nacional; y, estas fuentes, son las de toda democracia: leyes y principios; aquellas, las leyes, fruto del acuerdo parlamentario; estos, los principios, fruto del descubrimiento de jueces y juristas.
Es un buen comienzo el que en los últimos años se haya despertado un fenómeno editorial en la disciplina y ya tengamos una pléyade de autores que disputan lectores y atención estudiantil, jurisprudencial y doctrinaria. Pero cabe observar si tal fenómeno literario cumple dos requisitos de toda doctrina leal y exhaustiva: por una parte, prestarle atención a los aportes anteriores de otros autores; y, por otra, utiliza un método de trabajo aceptable. Tenemos que evitar la siguiente escena patética que se suele observar: algunos profesores que también son autores, cuando integran tribunales de doctorado o revisan tesis, se solazan exigiendo a los doctorandos exhaustividad bibliográfica y método; cabe exigírselo a ellos mismos en sus escritos.
Así, para seguir avanzando y desarrollar un Derecho Administrativo culturalmente superior y propiamente chileno, cabe cuidar el diálogo doctrinario; los distintos autores deben prestarse atención mutua (esto es, leerse entre sí, y citarse); evitar sospechas de sectarismo o de sospechosos “olvidos” de la doctrina que no es concordante con la propia; evitar excesiva autoreferencia (sólo la necesaria) e intolerancias doctrinarias. De otro modo, no hay avance cultural, solo vanidades individuales.
Alejandro Vergara B.
Publicado el 7 de septiembre de 2015.
En El Mercurio Legal